El único ruido mecánico al llegar a Gorée es el del motor del
ferry.
No hay coches en la isla, sólo el golpear rítmico de las olas; muchos
gritos, risas y palabras en francés y en wolof circulando por el aire;
los reclamos cantarines de las vendedoras; las notas del chapoteo
continuo de unos y el chapuzón repentino de otros bañistas; los pasos
apresurados sobre el espigón de aquellos que buscan alcanzar el
transbordador de vuelta a Dakar, este barco que es como la plaza
pública: allí donde todo confluye, donde el millar de isleños se busca y
siempre se encuentra.
Hace un instante, en cubierta, el sonido lo ha puesto la voz de Anta
Guèye, de 11 años, que luce el mismo apellido que un personaje célebre
del país, Laminé Guèye, uno de los primeros alcaldes y abogados negros
africanos allá por los inicios del siglo XX, cuando Senegal era francés y
empezaba a pelear por algo de espacio e independencia. Anta lo sabe; lo
estudió en historia. Sabe también lo que simboliza Gorée. Y lo que ella
quiere ser el día de mañana. Lo dice bien alto: "Presidenta de la
República".
Los europeos convirtieron en empresa saneada y rentable el oficio de negrero
El siglo XVIII fue la época más próspera de la isla, cuando la población rozaba los 5.000 habitantes
Los abolicionistas convencieron a los británicos de que los africanos no eran 'salvajes sin alma'
Le sigue un coro de carcajadas; borbotones de dicha que brotan de las
bocas y los grandes ojos de sus compañeros. A la clase de quinto le
toca hoy la tradicional excursión de fin de curso: de Dakar a Gorée. De
la caótica y joven capital de Senegal (fundada en 1857) al apacible
rincón turístico, con siglos de historia, famoso por haber sido, desde
que pusieron el pie aquí los portugueses en 1444, puesto militar y rico
almacén de esclavos. Ese "lugar sin retorno" donde, cuentan, los
cautivos veían por última vez la línea de su tierra natal.
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Casa de los esclavos. |
Era Gorée uno de los puertos de carga en la costa del África
occidental -otros muy activos fueron Saint Louis, en la desembocadura
del río Senegal, y James Fort, en la del Gambia-, de la que, se calcula,
salieron presas millones de personas en barcos gobernados por los John
Hawkins, Francis Drake o John Newton de la época, convertidos luego en
leyenda por el cine marinero y pirata. Todos, personajes de historia
suculenta. Newton, por ejemplo, hizo fortuna en el golfo de Guinea y
transmutó luego en abolicionista entregado: pidió incluso perdón en un
libro por los actos cometidos en su etapa de mercader sin escrúpulos.
Un negocio europeo lucrativo el de negrero. No sólo para los
navegantes. Lo ejercieron muchos, de muchas nacionalidades y empleos,
durante cuatro siglos: reyes, políticos y misioneros; particulares y
compañías; gente de éxito y buena reputación que se enriqueció con la
trata. Una práctica a la que se entregaban ya los propios africanos
desde hacía siglos y que los europeos convirtieron en empresa saneada y
rentable, una de las actividades económicas más organizadas y
sistematizadas de la época preindustrial, según dice el historiador
Herbert Klein en su libro
The atlantic trade slave: requería licencias, registros, preparación y avituallamiento de barcos, implicación de tripulaciones y
agentes en tierra para la captura y la venta, y hasta de médicos para inspeccionar la salud de la
mercancía...
Hubo papas, como Nicolás V, que dieron el visto bueno y Estados que
supervisaban el negocio. En España fue monopolio: la Corona cobraba el
llamado
derecho de asiento por la introducción del producto en
sus colonias. El de esclavos lo abonaron genoveses, portugueses,
holandeses, franceses, británicos... La South Sea Company, por ejemplo,
en el siglo XVIII, se comprometía a enviar a América 144.000 negros en
30 años, a razón de 4.800 por año. Así está documentado.
Hace dos siglos ahora, en 1807, que el tráfico atlántico de esclavos
fue abolido por los mismos británicos que con tanto empeño participaron
de él; su Marina se dedicó a controlar luego los mares tras los navíos
con carga ilegal y a poblar ciudades con ex cautivos, como Freetown, en
Sierra Leona, fundada ya por abolicionistas en 1787. Sólo entre 1810 y
1848 detuvieron 1.653 navíos y liberaron a más de 200.000 africanos.
Hasta el fin definitivo de la esclavitud en 1869 (los portugueses fueron
en esa fecha los últimos en Europa; Brasil, en 1888, en América), el
mercado se resistió a morir a pesar de la oposición de intelectuales
europeos, de las rebeliones en las colonias; de que ya en 1804, Haití
había nacido como primera república negra independiente. En la España
peninsular, aún en 1896, el conservador Cánovas del Castillo afirmaba:
"Creo que la esclavitud era para ellos [los cautivos] mucho mejor que
esta libertad que sólo han aprovechado para no hacer nada y formar masas
de desocupados".
Hoy, el único barco grande que se acerca por Gorée de continuo es
este que ahora atraca, aunque a lo lejos se vean los cargueros del
puerto de Dakar y hasta se pueda avistar quizá la patrullera del Frontex
(Agencia Europea de Fronteras) tras esos cayucos que protagonizan cada
dos por tres los telediarios. Por miles se lanzan ahora los
subsaharianos al mar en estas costas, las mismas de entonces, en busca
de Europa. ¿Voluntariamente?
María, vendedora de bisutería, nos avisa ya en cubierta, mientras
despliega la cháchara necesaria para la caza y captura del cliente
occidental:
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Mapa de la isla de 1772. |
-¿Que vas a visitar al alcalde de Gorée? Pero si está aquí mismo en el barco...
Claro. El transbordador, el gran salón de reuniones.
Allí está. Augustín E. Sengkor acompaña a una visita oficial como
suele haber muchas en la isla. Por Gorée pasó el papa Juan Pablo II en
1992 para implorar "el perdón del cielo... por el pecado de esclavitud
cometido por el hombre contra el hombre y contra Dios". Estuvo en 2003
el presidente norteamericano George W. Bush y dijo, sin pedir perdón
(cosa que sí hicieron solemnemente Blair o Chirac en nombre del Reino
Unido y Francia): "En este lugar, la libertad y la vida fueron
vendidas". Aquí tomaron tierra estadistas varios, como Mandela, Clinton
y, recientemente, el presidente Zapatero (diciembre de 2006, en su
primer viaje por el África subsahariana), que denunció "la injusticia
histórica" y se refirió a aquella época como "una de las más denigrantes
de la humanidad".
-¿Voluntariamente -repite la pregunta el alcalde apoyado en la barandilla del transbordador.
Gorée está ya ahí enfrente: una isla difuminada por la calima, un
pueblito mediterráneo con casas coloniales, un castillo en lo alto de
una colina, el fuerte militar circular con ventanucos para los cañones,
la ensenada, la playa con cayucos varados, la costa de basalto, el verde
salpicado aquí y allá de las palmeras y buganvillas...
-No. Empujados por el 40% de paro, por la falta de expectativas, de
futuro... Basta mirar las calles de Dakar: allí están, jóvenes y jóvenes
sin nada que hacer ni hoy ni mañana.
Un país, dice, de los pocos en África que han sido y son
democráticamente estables desde su independencia de Francia en 1960, con
una Constitución sólida y pocos habitantes (13 millones), pero que
ocupa en el Índice de Desarrollo Humano un puesto muy bajo, el 156 de
178 países. El alcalde se dispone a desembarcar, pero alerta antes sobre
ese
círculo infernal que crean los que "se van": "Unos se
llaman por teléfono a otros desde España, desde donde sea, y dicen que
les va estupendo; omiten la otra parte, el sufrimiento de no tener
papeles, de no ser ni ciudadanos, las condiciones de explotación en que
muchos trabajan". Eso sin hablar de muertos: más de 1.000, que se sepa
(los desaparecidos no tienen estadística), sólo en 2006.
De todo esto ha oído hablar Anta; es aquí el tema nuestro de cada
día, pero no comenta. Demasiado pronto, por la edad; demasiado tarde
para preguntarle, porque ella y los otros escolares señalan a la playa
entusiasmados, se levantan, se marchan. Y gritan sin pausa, componiendo
una sintonía de diálogos mezclados con el ruido del motor del barco, los
videoclips que emiten los televisores de cubierta, las olas
insistentes, los clics de las cámaras de los turistas, y se diría que
hasta el zigzag de las gotas de sudor que se deslizan sobre la frente de
los viajeros, nativos o no, igual de acalorados todos por la humedad
excesiva.
Hace siglos, el calor sería el mismo... pero, ¿a qué sonaría Gorée
entonces? ¿Se oiría el roce de las cadenas y los grilletes en la calma
de la noche? ¿Llegarían los gritos de desesperación de los condenados
hasta el otro lado del mar? ¿Se dolerían o guardarían silencio?
¿Rogarían a sus dioses para que los librara? ¿Alguien, algún europeo, se
sentiría alguna vez conmovido?
No hay registro sonoro de aquello. Lo que sí hay es mucho testimonio
escrito de las giras y el esfuerzo que realizaron a lo largo y ancho de
su país los abolicionistas británicos. El más famoso, el conservador
William Wilberforce (en Hull, su localidad, en Yorkshire, celebran con
numerosos actos el segundo centenario de la abolición), pero también
Thomas Clarkson, James Ramsay, Granville o cuáqueros como Elisabeth
Heyrick, que intentaban conseguir el apoyo de sus conciudadanos,
convencerles de que África no era sólo, como diría el rey Leopoldo de
Bélgica, "ese pastel maravilloso"; que los africanos no eran esos
"salvajes sin alma" descritos por algunos hombres de ciencia del
momento, teoría que asumían encantados los magnates esclavistas del país
(lord Eldon, lord Hawkesbury, Westmoreland...).
Hasta siete veces intentaron sacar adelante la ley de abolición. Lo
consiguieron en 1807. Inglaterra se convirtió así en pionera después de
que Francia, empujada por la Revolución y los Ilustrados ("El hombre es
un ser sintiente, reflexivo, pensante, que se pasea libremente por la
superficie de la Tierra...", decía la
Enciclopedia de Diderot y D'Alembert), hiciera un primer intento temporal en 1794 y definitivo ya en 1848.
El transporte incesante de barcos negreros arrancó a 12 millones (los
que sobrevivieron al viaje oceánico) de hombres, mujeres y niños de su
lugar de origen sólo por esta ruta, la del Atlántico, pero existían
otras tres activas (a través del Sáhara, desde la costa oriental al
Índico y por el mar Rojo) hacia el norte de África y Asia desde el siglo
VII. Nacida de iniciativa portuguesa (llevaron en 1441 africanos a
Europa como regalo a Enrique el Navegante), la trata atlántica se
catapultó con la demanda de mano de obra en los territorios americanos
descubiertos por Colón en 1492.
Irónicamente, en el XVI, el dominico Bartolomé de las Casas, pionero
de los derechos humanos, favoreció la explotación masiva de unos, los
africanos, en defensa de otros, los indígenas. "Yo creía que los negros
eran más resistentes que los indios, que yo veía morir por las calles, y
pretendía evitar con un sufrimiento menor otro más grande... un error y
una culpa imperdonable, que era contra toda ley y toda fe, que era en
verdad cosa merecedora de gran condenación el cazar a los negros en las
costas de Guinea como si fueran animales salvajes, meterlos en los
barcos, transportarlos a las Indias Occidentales y tratarlos allí como
se hacía todos los días y a cada momento", escribió arrepentido. Lo
cuenta el guía del edificio más visitado de Gorée, la Casa de los
Esclavos, ante la puerta y el embarcadero rocoso desde donde, asegura,
se extendía una escalera de palma hasta los cargueros. "Toda la costa,
Ghana, Nigeria..., estaba repleta de puntos de deportación. Y los
esclavos liberados colaboraban con los cargamentos. Negros contra
negros, africanos que cazaban africanos en las aldeas del interior,
tribus contra tribus...". El origen de muchas guerras.
Una cadena infinita. Del blanco traficante hasta los esclavos que
poseían esclavos. De esto da fe en sus informes, casi censos, el
naturalista Michel Adanson, residente en la isla en el siglo XVIII, su
época más próspera, cuando la población rozaba los 5.000 habitantes:
"Marie-Therese, mulata, 34 años, 20 cautivos; Kati Louett, mulata, 45
años, 10 cautivos; Grasia, negra, 35 años, 12 cautivos...". Mujeres con
poderío, las de Gorée;
signoras casadas con militares europeos, el primer eslabón de grandes familias mestizas.
Transcurre el día y el mar devuelve los chillidos entusiastas de los
adolescentes que juegan al fútbol junto al Ayuntamiento, las risas de
las mujeres que friegan los cacharros en la fuente, las voces
multilingües de los turistas, las de los camareros ofreciendo sus menús,
las de las vendedoras que se te hacen íntimas en un abrir y cerrar de
las puertas de sus tenderetes... Y el gemido del
ferry que llama a los viajeros de regreso.
Los bañistas recogen ya sus pertenencias.
Se pliegan las sombrillas y hamacas apoyadas sobre los muros del
Fuerte d'Estrées, un búnker circular donde antaño asomaban fieros los
cañones y hoy se cobija el Museo Histórico del IFAN (Instituto Francés
del África Negra). En sus salas oscuras y abovedadas, algunos paneles
gastados informan de la historia de Gorée desde su origen. Hay también
fotos de grilletes metálicos en sus múltiples formas de sujeción y
hermosos dibujos a pluma de tobillos encadenados, cuerpos apiñados en
los barcos, cacerías de hombres, rebeliones a bordo, enfermos tirados al
mar, mujeres que lloran en la orilla la pérdida de los suyos...
Gorée evoca las condiciones en las que vivieron antaño millones de
personas. Idénticas a las que sufren hoy 27 millones en todo el mundo
retenidas como fuerza de trabajo, en la industria del sexo, como
soldados... Esclavos del siglo XXI. Basta revisar el informe
norteamericano
Trafficking in persons 2007 para comprobar que lo que simboliza esta isla no es agua pasada.
Desde el espigón se ve a Anta Guèye subir al transbordador. De vuelta a casa.
RUTA DE VIAJE. Hombres por café y azúcar
Los puertos de Liverpool y Bristol (Inglaterra), Nantes y El Havre
(Francia), Middelbourg y Ámsterdam (Países Bajos) fueron los que más se
nutrieron de aquel inmenso mercado transatlántico que llaman
triangular: productos
europeos que se llevaban a África; mano de obra cautiva de allí hacia
América y, una vez vendidos los esclavos, café, azúcar o algodón de
vuelta a Europa. "Tomemos de media unas 150 personas por cargamento...
Así, fueron necesarios como mínimo 80.000 barcos para transportar esa
masa de millones a través del Atlántico", escribe la investigadora suiza
Isabelle Auguet, quien rastreó las huellas de este comercio en museos
navales, como el de Salorges, en Nantes (Francia), o dedicados a la
esclavitud y su abolición, como la Wilberforce House, en Hull
(www.wilberforce2007.com).
De los 12 millones de africanos que
llegaron vivos a las colonias del otro lado del Atlántico, el grueso
abasteció América Central y del Sur. En Brasil recibieron cuatro
millones; en EE UU, sólo el 5%: un carguero holandés inició el tráfico
en 1619 al atracar en Jamestown, en Virginia, iniciando así la historia
de los afroamericanos en el país.
Los historiadores discuten sobre
el número de embarcados en Gorée, si decenas o cientos de miles, un
millón... "Da igual. Salieron de estas costas. Los comerciantes sólo
tenían que esperar sentados en Podor, Matam, Saly, Juffure... y allí
estaba la carga disponible, a punto. Casi todo vestigio de lo que fueron
estos enclaves se ha borrado. Sólo Gorée se mantiene como testimonio",
dice el alcalde de la isla.